EL AHORCADO

LITERATURA Y TEATRO

EL AHORCADO

Teatro estulto

1994

Personajes:

Ahorcado
Secretaria (25/30 años)
Visitante I (hombre – 35/40 años)
Visitante II (hombre – 45/50 años)
Visitante III (mujer – 30/35 años)
Sátrapa (hombre – 50/55 años)
Ninfómana (20/25 años)

Decorado y accesorios:

• La escena representa un amplio despacho que sirve de sala de espera. Al fondo, a la derecha, una puerta donde se lee “SÁTRAPA”. En el mismo fondo, a la izquierda, una puerta que pone: “PROSAPIA”.

• Cercana a la puerta del “SÁTRAPA”, una camilla que hará las veces de mesa de despacho para la Secretaria; con un ordenador cuyo teclado es una máquina de escribir antigua. Detrás de esta mesa-camilla, y pegado a la pared, se encuentra un armario de despacho.

• Toda la pared del fondo, en el que se encuentran las dos puertas, estará decorada con varios “zapatos araña” pegados a la misma. En el centro, exactamente entre las dos puertas, y a una altura elevada, se situará –pegado a la pared y en vertical- un ataúd abierto (sin tapa), con dos remos de barca, de manera que parezca una canoa.

• También en el fondo del escenario, cercanos a la puerta de “PROSAPIA”, dos urinarios de caballeros. Encima de cada uno de ellos, una pequeña caja receptora de monedas, que simula poner en acción el mecanismo para mear sin tocársela. De esta manera, cuando uno de los protagonistas tiene que ir a orinar, pondrá la moneda, y desde una ranura lateral y pegada al urinario, saldrá un brazo que simulará que baja la cremallera del pantalón y saca el pene. Después la mano hará como que sacude el pene para que caiga la “última gota”, lo introducirá dentro, cerrará la cremallera y se retirará el brazo.

• Desde el techo, en la línea donde se encuentra la puerta “PROSAPIA”, y a medio escenario, cae una soga en la que se encuentra colgado un ahorcado. Éste es un maniquí, vestido como los “Visitantes”.

• En esa misma parte izquierda del escenario y cercano al público, se encuentra el siguiente artilugio: una bicicleta estática, de una sola rueda, la cual ha sido sustituida por un cuadro pintado con vivos colores (las medidas del cuadro deben ser iguales por los cuatro lados y similares a las de la rueda). La bicicleta estará manipulada para que al pedalear, el cuadro gire como si fuera una rueda, con lo que se obtendrá una visión singular de los colores.

• En la pared derecha tres sillas, en línea, cuyos respaldos están orientados hacia la pared. Desde esa misma pared, colgará, a unos tres metros de altura, una gran jaula (puede ser de 0,80 m X 0,80 m), cuyo interior estará lleno de libros.

• Un inodoro modificado para que parezca un cochecito de niños (con ruedas, etc.), que llevará el Visitante III.

• Cercana a cada silla de los Visitantes y de la Secretaria habrá una caja con pétalos de flor.

• Por el suelo cinco o seis balones de fútbol.

Vestuario:

• La Secretaria irá vestida de futbolista, pero con amplio escote. Los dos visitantes primeros (hombres) bien trajeados, bombín, portafolios y paraguas (estilo inglés); en su espalda llevarán, bien visible, el número que les corresponde. El Visitante III (mujer), vestirá de luto, pero muy provocativa, falda ajustada, elástica y corta, blusa escotada y también ajustada, típico sombrero con velo y en su espalda el nº 3. El Sátrapa siempre en ropa interior (calzoncillo y camiseta de sport)

• El Ahorcado vestirá de negro, similar al de los tres Visitantes, y en su espalda figurará el nº 0

• La Ninfómana viste un suéter, minifalda y zapatillas.

• Los paraguas, los sombreros y los maletines de los Visitantes, deberán ser manejados a criterio del director de la obra.

 

ESCENA

En escena se encuentra la Secretaria aporreando (literalmente aporrea con los puños) la máquina de escribir. El Visitante I se encuentra sentado, en el lateral derecho del público, con su paraguas abierto, serio y con la mirada fija en el infinito; tabletea con los dedos de su mano libre en la rodilla. A sus pies un portafolio. También, inmóvil en su asiento, el Visitante II.

Pasados unos segundos, el Visitante I habla.

VISITANTE I.– (Con humildad y temiendo molestar.) Por favor, por favor… (Insiste.) Oiga… (La Secretaria no hace caso, continúa golpeando la máquina con firmeza.) Por favor, señorita… (Viendo que no le hace caso, deja con todo cuidado el paraguas abierto en el suelo, y cogiendo un balón de fútbol que tiene al lado se lo lanza a la mesa. La Secretaria deja inmediatamente de escribir y mirando fijamente y enfadada al Visitante I, le lanza con fuerza otro balón que tiene sobre la mesa.)

SECRETARIA.– Pero… ¿¡qué hace, desgraciado!?

VISITANTE I.– (Sigue hablando con humildad y respeto.) Verá, señorita, llevo tres manoplas esperando que me reciba su jefe, y la verdad me están entrando auténticas ganas de olfatearle la vigilia. Si bien, entiendo que, tal vez usted, señorita, no tenga absolutamente nada que ver con esta última contingencia. Sin embargo… (Gritando y enfadado.) ¡No me ando con rodeos!

SECRETARIA.– (Excitada.) ¡No me zahiera, no me zahiera con sus palabras soeces, porque puedo arrebatarle el hocico de un pretexto con mi mano izquierda!

VISITANTE I.– Perdone que le diga, pero aquí ya no hay orden ni concierto…

SECRETARIA.– ¡Chiss! ¡Alto, parao! que concierto sí, ¡eh!, concierto sí hemos tenido. Tuvimos un concierto con cierto retraso que concertamos con ciertas personas, que nos obligaron a mantenerlo vivo durante tres aciertos como mínimo. ¡Y todavía nos quedan cuatro! ¿Qué le parece, sabiondo de muchomoco?

VISITANTE I.– Bien, de acuerdo, lo siento. Pero ¿qué me dice usted del orden? (La Secretaria muestra extrañeza.)(Silencio.) ¡Aaah! Ahí la he cogido por soprano…. se le han puesto rojas las pantorrillas. No me negará usted que en esto tengo todo el huso, el hilo y la sazón.

SECRETARIA.– Es cierto, me ha descubierto (Avergonzada.) ¿Cómo lo ha intuido? ¿Cómo lo ha imbuido? ¿Cómo lo ha incluido? ¿Es usted parapléjico? ¿Qué piensa cuando pisa palabras?

VISITANTE I.– Yo no voy a participar en su juego sucio y aduanero. Soy demasiado alto para caer en su trampa pueril y desnatada. A mí, usted, querida señorita, no puede torearme como si fuera un categórico catequista. Por cierto, ¿sabe usted a qué hora dan las ocho?

SECRETARIA.– Normalmente este tipo de preguntas no las centrifugo, pero por ser usted quien es, y porque la torre come a peón, le diré que tenemos un servicio de mensajería extremadamente traslúcido, y que sus acciones son coreadas por los ejércitos siameses.

VISITANTE II.– (Se levanta e intenta poner paz.) ¡Por favor! ¡Por favor! Ustedes saben que los ditirambos suelen ser célibes, pero ustedes son personas aflautadas, que en ningún momento deben ponerse a la altura de la gárgola escrita. ¡Por favor!, les ruego que tengan conocimiento y esquiven al escapulario fluctuante.

VISITANTE I.– No, si yo lo intento, pero el tiempo pasa y los concordatos no llegan. (Pensativo.) Aunque tal vez si no llegan es porque…

SECRETARIA.– (Interrumpiéndole.)… Porque mi jefe, el Sátrapa, desde hace unos días, está creciendo por las solapas, y como usted comprenderá en ese estado es harto difícil firmar concordatos, que además, como todos sabemos, son escurridizos y limosneros.

VISITANTE II.– ¿Quiere esto decir, estimada señorita, que las catarsis que vengo a buscar, tampoco están lamidas?

SECRETARIA.– ¡Naturalmente que no! Si no puede firmar un concordato ¿Cómo cree usted que puede lamer una catarsis, que además es frígida por los orígenes? ¿O no es así?

VISITANTE I.– ¡Bien, bien!, lo comprendemos, pero no crea que por ello va a deshacerse de nosotros como si fuéramos viento de calendario. Es más, mire lo que le digo: si esta tarde no salgo con un concordato en cada pie, es posible que le obligue a enseñarme un pecho.

SECRETARIA.– Pues para eso no hace falta que espere; tome… ahí tiene uno. (Se saca un pecho.) Y para usted el otro (Y se saca el otro.) ¡Hala!, ya hemos terminado. Ahora, o esperan con el gorgojo entre las piernas, o hagan el favor de secarse los sobacos con un letargo de terciopelo. De no ser así, todavía es posible que conozcan más partes de mi cuerpo.

VISITANTE II.– El caso es que yo a usted creo que la conozco, al menos su pecho me es familiar, es… es…. como… como… ¿no será usted mi madre, verdad?

SECRETARIA.– Ande, ande, y déjeme seguir con mis bolillos informáticos.

VISITANTE I.– ¡No me diga que usted también hace bolillos por internet! Yo soy un apasionado del bordado on line. Lo hago con un amigo argentino. Hacemos horóscopos con faltriquera de punto de gancho.

SECRETARIA.– ¡No me diga!

VISITANTE I.– ¡Sí le digo!

VISITANTE II.– ¡Un momento¡ ¡Un momento!, creo que nos estamos alejando del trapecio. Las cosas no deben funcionar así. Para eso están las ordenanzas, y éstas dicen, sin lugar a dudas y bien a las claras, que o tenemos todos chupete o la diáspora nos afectará sin remedio ni excusa.

VISITANTE I.– ¡Muy bien dicho! Este hombre habla como una gramola. Sonoro, pero ingrávido; postizo, pero opulento; locuaz, pero trashumante.

SECRETARIA.– ¡Cualquier cosa, menos admitir el epíteto malsano! Eso no se lo aguanto ni a mi periplo más enfermizo. Hasta ahí podíamos llegar. Ustedes son lo que son. Son frívolos visitantes. Casi casi parásitos de despacho. Y sé de qué pie cojean y de qué epopeya han salido…

(Se abre la puerta del SÁTRAPA y aparece un hombre en ropa interior.)

SÁTRAPA.– (Abriendo la puerta.) ¡Aquí huele mal!, pero que muy mal. (Cierra la puerta y desaparece.)

SECRETARIA.– Miren lo que han conseguido, ya han hecho que se me cague. (Se dirige al armario y saca unos pañales grandes.) Ya me imaginaba que esto iba a pasar. Las cuentas no salen y encima el expósito defeca. ¡Hay que joderse! (Va hacia el Ahorcado, le baja los pantalones, le baja los calzoncillos y le retira los pañales con asco. Después le coloca los nuevos y lo vuelve a vestir.) –mientras cambia los pañales-. Si yo debería haber estudiado para matarife, o para mandolina. ¡Mira tú, mandolina, ése sí que es un buen trabajo! Te tocan, te tocan y tú, ¡hala!, a sonar como un buzo de cafetería. O lo que es más probable, a lo mejor hasta orgasmeas sin cesar. ¡Vaya lujo! ¡Qué trabajo! Ya piafaría yo por un trabajo tan solemne y ególatra. (Termina de vestirlo y regresa a su mesa.)

VISITANTE II.– La cuestión es la siguiente. Nosotros, este señor y yo, tenemos un cometido altamente degradable, y, por ende, retórico. Si no conseguimos los objetivos, nuestros partisanos quizás nos retiren la sinfonía, o tal vez algo peor, nos sodomicen con una sinalefa o con una corchea. Y esto, querida señorita, duele, duele pero que mucho.

VISITANTE I.– Yo aún le diría más, pero en estos momentos el ungüento del paladar me impide hacerle ver lo grave de nuestra situación. (Alzando la voz.) ¡El concordato es algo muy saludable! (Volviendo a un registro normal.) Aunque eso sí, tan sólo se utiliza en casos extremos, normalmente cuando se carece de plañidera auténtica, o cuando te das de bruces con un milagro obsoleto, o cuando…

(Suena un timbre.)

SECRETARIA.– (Levantándose y dirigiéndose a la puerta donde pone “PROSAPIA”.) Más visitantes. ¡Ay, Dios, qué día! (Abre la puerta, y aparece el Visitante III. Es la mujer. Lleva un inodoro con ruedas, como si fuera un cochecito de bebé.)

VISITANTE III.– ¡Buenos dátiles tengan ustedes!

VISITANTE I y II.– ¡Y usted que los vea!

SECRETARIA.– (Dirigiéndose al Visitante III.) ¿Ha traído el termómetro?

VISITANTE III.– ¡Naturalmente! ¿Cree que soy un bodoque con patas?

SECRETARIA.– Bien, siéntese sin genuflexión ni alcurnia, y procure alejarse de las gabardinas huecas; son tremendamente insolentes y majaderas. Tenga cuidado con ellas. (Indicándole la silla 3ª.)

(La Secretaria se sienta en su silla y el Visistante III pone el cochecito de bebé a su lado.)

VISITANTE II.– (Dirigiéndose al Visitante III.) ¿Qué? ¿De compras?

VISITANTE III.– Díjole el carro al mulo (Contesta sin mirarle.)

VISITANTE II.– La veo a usted demasiado precoz para ser tan nueva.
VISITANTE III.– Pues usted tiene aspecto de prefijo, pero cuando se le mira dos veces, de inmediato, pierde uno la cuenta. Es como si fosfatara el aura con enmiendas y tunantas.

VISITANTE II.– ¿No será usted hiperbórea, verdad?

VISITANTE III.– Nada más lejos del esperpento. En todo caso, asumiría que las liendres procedan del concubinato, pero ni siquiera esta opción la vería creíble.

VISITANTE I.– (Levantándose y acercándose al cochecito de bebé.) ¿Puedo ver a la criatura? ¿Qué tiempo tiene?

VISITANTE III.– (Levantando la tapa del inodoro y sonriendo.) Es un cielo. Es un sofisma tan delicioso…. Tiene sólo tres meses, aunque en realidad aparenta más peso por las orejas: ya sabe que tres mil oídos apenas pesan, pero con sus respectivas orejas… eso es otro cantar. (Pausa.)Yo hubiera preferido una falacia, pero en fin, estoy contenta; los sofismas son muy apreciados en la política y en los negocios. Peor le pasó a una amiga mía que tuvo un hidalgo con caballo y todo.

VISITANTE I.– Pues para ser un sofisma tan pequeño, parece conciso y aletargado. Yo diría (Haciéndole una gracia a la criatura.) que este sofismilla va para oblea o para predicador.

VISITANTE III.– Se parece más a su padre ¿Ve ese titubeo sonrosado debajo de la lengua? Pues es idéntico al de su padre que en paz descanse.

VISITANTE I.– No me diga que es usted viuda.

VISITANTE III.– (Titubeando.) Bueno… sí, por poderes.

VISITANTE I.– ¡Alejandro! ¿A que su marido se llamaba Alejandro?

VISITANTE III.– ¡Noooo¡ ¡A qué santo!

VISITANTE I.– Pues a San Alejandro

VISITANTE III.– ¡No! ¡No! Digo que no se llamaba Alejandro. En realidad su nombre de pila es un enigma. Nunca supimos cómo se llamaba. Su familia, sus amigos, e incluso yo misma, le llamábamos “Monóculo”…

VISITANTE I.– ¿Monóculo?

VISITANTE III.– Sí, por decirle algo. (Bajando la voz.) Yo en ocasiones, por aquello de la cercanía, le llamaba “Mamón”.

VISITANTE I.– Bueno, Monóculo es un nombre muy bello. Tiene la solera de un ladrillo. Lo que no acabo de entender, y perdone que mi ignorancia menguante sea tan atrevida. ¿Cómo es eso de ser viuda por poderes? Porque yo conozco la flora y la fauna de la sociedad como la palma de mi nalga. Yo mismo he sido viuda antes que fraile, y para mí no existen lentejas ni cornucopias que se escapen a mi orzuelo asilvestrado. ¡Dígame usted, dígame usted! Querida señora. ¿Por qué se atolondra con los nenúfares y, sin embargo, su pergamino suena a prepucio?

VISITANTE III.– Resulta que mi marido, que en paz descanse, era un hombre muy ocupado. Siempre estaba vaciando pantanos o limpiando ombligos. (Resignada.) Era su tarea, qué le vamos a hacer. Yo lo aceptaba, porque siempre he sido de un aceptar muy fácil. Mis amigas me lo decían: eres demasiado “aceptista”, querida. Pero una es como es y a ti te encontré en la calle, como dicen los cantos nómadas de convento. Pues bien, como le decía, mi marido se tenía que morir en una fecha señalada, pero sus ocupaciones se lo impedían. Entonces mandó a un amigo con poderes para morirse por él. Todo ante notario, eso sí, que una es buena, pero no legendaria. Así es que, llegado el día, vino el amigo y me dijo: vengo a morirme en nombre de su marido. Y nada, se murió y me quedé viuda.

VISITANTE I.– ¡Caramba! En realidad, por lo que relata, debe usted haber sufrido mucho. Porque, en verdad, jamás había oído un caso como el suyo. Mi madre, por ejemplo, nació viuda, y jamás conoció a varón; pero eso es otra historia que no viene al caso.

VISITANTE II.– Perdonen que me inmiscuya en esta conversación que tan interesantemente mantienen…

SECRETARIA.– (Interrumpiendo.) ¡Señora! ¡Señora!

VISITANTE III.– (Gritando.) ¡Agua al humo, que el catalejo se agrieta!

SECRETARIA.– ¡Hay que ver, lo ladina que es usted! ¿Cómo ha leído mi pensamiento?

VISITANTE II.– (Dirigiéndose a la Secretaria.) Lo siento pero mi intervención ha sido cercenada por su inoportuna inclusión en el tema. Si somos solidarios, somos solidarios y si no lo somos, no lo somos. Pero ante todo, más que eso, fundamentalmente ante todo, quiero mis catarsis lamidas. Porque esto, ¡señora mía!, más parece una jaculatoria que una oquedad silbante; y si esto es así, me lo dice y yo deposito mis picardías, mis bragas y mis acentos en la plaza de toros más próxima, y aquí paz y allá gloria. Pero no juegue con mi liturgia, que no está el horno para botafumeiros.

VISITANTE I.– ¡Ahí, ahí le han dao! Yo me sumo a este balido traicionero. No porque seamos pocos, vamos a dar el brazo y a torcer una esquina. Podemos parecer débiles y hegemónicos, pero jamás patronos de la parodia. Yo reivindico la marcha triunfal para los perdedores. ¡Arriba los picaportes montaraces! ¡Viva el cuarto menguante y el quinto sobrante! ¡Todos a una, y el organillo en la inopia!

SECRETARIA.– (Gritando y dando un golpe en la mesa.) ¡Silencio! Esto se pasa de castaño oscuro. Quiero que todos ustedes se sienten en sus respectivas sillas y esperen plácidamente a que yo les llame. Si esto no sucediera en varias calles, manzanas o incluso avenidas, deben volver con el cabestro en la petaca y hacer como si no hubieran venido. ¿¡Lo han entendido!?

(Todos se sienta y callan.)
(Silencio.)

SECRETARIA.– Bien, una vez el remo en su cauce, volvamos al trabajo que la lluvia espabilada no deshace entuertos.

VISITANTE I.– (Dirigiéndose a los otros dos Visitantes.) Para mí, que esta mujer tiene la baratija agria.

VISITANTE II.– O quizás peor, a lo mejor sufre de pólipos en las polainas.

VISITANTE III.– Yo a esta clase de mujeres las catalogo como lacónicamente enfermizas. Es decir, que son peregrinas en su estulticia. No saben muy bien si quedarse con la sombra o con el árbol. En ocasiones —y lo sé de buena tinta— se dan lustre en el belfo (Pasándose la mano por el labio inferior.) para parecer más armoniosas. Pero casi nunca lo consiguen. Son torpes por naturaleza e iracundas genéticamente. Yo las desprecio con todas mis fuerzas, porque son apaisadas y tienen la libido a flor de pies. ¡Huy! Les retorcería la migraña con mis propias manos.

VISITANTE I.– ¡Por favor!, sea comedida, tiene un sofisma recién nacido a su lado. ¿¡Qué va a pensar de su madre!?

VISITANTE III.– Su madre, que soy yo, le da permiso para escuchar oriflamas y libelos, así es que no se meta donde no le llaman, repugnante misionero.

VISITANTE II.– Francamente, estoy transido —secularmente hablando, claro— de escucharles. Para nosotros lo importante es estar unidos y conseguir el objetivo por el que estamos aquí. No disgreguemos nuestras fuerzas, porque a ella (Señalando a la Secretaria.) le conviene que parezcamos subsidiarios. ¿No lo comprenden, queridos radiólogos? Debemos pergeñar una estrategia alcanforada, desnutrida y patética, que soliviante la pértiga que esa señorita lleva dentro.

VISITANTE I.– ¿Y cómo sugiere que actuemos… con improperios cabizbajos, con manubrios pignorados o, tal vez, con injertos nalgudos? Porque… dígame usted por dónde le entramos a ese muro casquivano.

VISITANTE II.– Con retórica, querido amigo, con retórica.

VISITANTE III.– Yo me lo pensaría dos veces, o quizás tres. Les he dicho que conozco muy bien a este tipo de mujeres. Lo único que les doblega es la lascivia ramplona y la vainica zalamera.

VISITANTE I.– ¿Y por cuál nos decantamos?

VISITANTE III.– Es evidente que por ninguna. La muy sabandija espera de nosotros exactamente ese ataque. Estará preparada y nos hará más planos que un refectorio enjaulado.

VISITANTE II.– ¡Pues sí que está difícil el asunto!

VISITANTE III.– ¡No lo sabe usted bien!

VISITANTE I.– (Dirigiéndose al VISITANTE III.) Por cierto, y usted, ¿a qué ha venido? Porque yo he venido a por mis concordatos, y este señor a por sus catarsis, pero no sabemos, todavía, qué coño —con todos mis respetos— pinta usted aquí.

VISITANTE III.– Yo es que padezco de sexo apátrida, y para poder ejercerlo con total libertad necesito una prebenda firmada por el mismo Sátrapa.

VISITANTE II.– ¡Acabáramos! Haber empezado por ahí. Yo le puedo ayudar de manera totalmente finalista. Da la casualidad de que mi tía padecía esa misma enfermedad, y tuve que sacarle —ya hace de esto ocho años— una prebenda como la que usted busca. Pero, pero, y aquí viene lo interesante, mi tía ya no la necesita porque ahora se ha vuelto hipocondríaca añeja. Así es que, si le interesa, se la paso sin apenas intereses.

VISITANTE III.– ¿La prebenda es huraña o más bien dúctil? Porque yo necesito ejercer por las mañanas, y como usted comprenderá no puedo arriesgarme con un documento inestable o esquivo. Eso sería mi perdición. Ya no levantaría cabeza, mi vida sería un versículo inadecuado o incluso estéril.

VISTANTE II.– Bueno, es una prebenda de alta alcurnia, usada por grandes e insignes maestras de la felación a distancia. Mi tía no era cicatera en estos menesteres. Le puedo asegurar que con esta prebenda usted alcanzará las más altas cotas de la caterva y el escrutinio. Jamás se arrepentirá de ello. No lo dude, y hágase un traje de piel de filántropo. Si está bien cosido, se ajustará a su cuerpo como alma que lleva el diablo.

SECRETARIA.– (Sin alzar la vista del trabajo.) Les estoy oyendo por las mangas y me temo que esa propuesta mi jefe se la pasará por el glande.

VISITANTE I.– ¡Señorita!, ¿acaso tiene usted el título de zahorí? ¿Cómo se le ocurre obstruir esperanzas, sin mostrarnos la panza? ¿No ve que entre ellos dos ha nacido un velatorio tremendamente espartano? Usted a lo suyo, y deje que los futuros se entrelacen con zumbidos. Tiene usted, y perdone que se lo diga, la virtud del tétano y la amabilidad del sopapo. ¡Es usted una engreída anacrónica!

VISITANTE III.– (Levantándose aireada y dirigiéndose al Visitante I.) ¡Y a usted quién le ha dado vela en este naufragio! ¿Cree que no soy capaz de defender mis intereses porque soy una apátrida sexual? Pues está usted muy, pero que muy equivocado. Tengo las mejillas castradas de aguantar a personas como ella (Señalando a la Secretaria.), y no necesito la ayuda de un trampolín con pantalones para llegar al tuétano de mis cuestiones.

VISITANTE II.– (Otra vez poniendo paz.) ¡Tengan calma, que la zarzamora llora que llora y todavía no hemos pasado de la antesala!

VISITANTE I.– (Dirigiéndose al Visitante III.) Me encanta cuando sus aceleradas palabras alteran sus turgentes y ubérrimos pechos. Esto, no sé… no sé…, pero para mí que le viene de su galgo. Porque yo para las cosas de los pezones soy más despierto que un resucitado.

VISITANTE II.– Vamos, vamos… Les voy a recitar un poema recién escaldado que he encontrado en la escalera y que a mí, particularmente, me ha dado verdadera repugnancia. (Se sitúa en la parte delantera del escenario y se dirige al público.) Se titula “Sesgos”, y creo que tiene la confitura necesaria para endulzar las callosidades surgidas.

(Como si fuera un rapsoda declama:)
“entroncando pies y teatro
alquimia de recuerdos lechosos
concurren despacio
por el espacio acotado en el espacio
oferta-ojos

índices paralelos cóncavos
como las luces
oprimen o primen
principios de precipicios
precipitadamente prestados
y prestos a prescribir

ángulos
los ángulos
gulos los ángulos
rectos rasgados
través de trenes
trenzados traspapelados
transiberianos tramontanos
tres trastadas trasquiladas
Trotsky en la mente de todos
y cada uno en su casa

lo que no quiere decir
en absoluto
que un caballo sea una escalera”

(La Secretaria y los Visitantes I y III le lanzan ¡bravos!, y aplauden a rabiar, mientras él inclina el cuerpo para dar las gracias)

(Los tres le abrazan jubilosos por el poema.)

SECRETARIA.– Me ha dejado usted de luna llena. Ha sido como un calidoscopio de grafemas, morfemas y bandurrias. Ya hacía mucho tiempo que mi entrepierna no sudaba tanto. ¡Le felicito, joven legionario!

VISITANTE III.– Nos ha dejado a todos acomodados, realmente ha sido una experiencia teológica; ¡aaaayyy! (Suspira y da una vuelta sobre sí misma.). Esto me recuerda una cópula fortuita con un fideicomiso hace más de tres horas.

(De repente entra corriendo por la puerta “PROSAPIA” la Ninfómana, se sube a la bicicleta y comienza a pedalear.)
NINFÓMANA.– (Pedalea primero despacio y a medida que va hablando lo va haciendo más rápido, hasta que cae en éxtasis cuando tiene el orgasmo.)
¡Amo el arte moderno-antiguo por encima de todas las cosas!
(Sigue pedaleando, pero su trasero se mueve como si se estuviera masturbando con el sillín de la bicicleta.)
¡Viva Kandinsky!
(Los Visitantes y la Secretaria le lanzan pétalos de flores.)
¡Viva Tristan Tzara!
¡Viva John Cage!
(Ella va excitándose y pedaleando más rápido.)
¡Viva Duchamp!
(Los cuatro siguen tirándole pétalos.)
¡Viva Picabia!
(Está a punto de correrse.)
¡Viiiva Alfred Jarryyyy!
(Corriéndose.) ¡Viva la madre que me parió! ¡Aaaaahhhhh!
(Los cuatro, que han seguido tirándole pétalos, le insultan ferozmente)

SECRETARIA Y LOS TRES VISITANTES.– (A coro.) ¡Cutícula! ¡Hedionda! ¡Natilla! ¡Postiza! ¡Lubricante! ¡Suicida!

(La Ninfómana huye corriendo por la puerta “PROSAPIA”.)
(Todos vuelven a su sitio y se sientan.)

VISITANTE I.– Hay que ver cómo está el mercado.

VISITANTE II.– Caliente, está realmente caliente.

VISITANTE III.– Yo no diría tanto, pero en fin, los hombres ya se sabe… les pones una apología secundaria y te dan las tres de la mañana sin conocer varón.

VISANTE I.– ¡Igualita que mi madre! Es usted la fotocopia exacta de la fotocopia exacta de mi madre. Porque, para que usted lo sepa, mi madre era una fotocopia de cuerpo entero. En fin, como todas las mujeres.

VISITANTE II.– Yo en cambio tengo una opinión muy diferente de las mujeres. Para mí, y sin ánimo de sentar una catedral, creo que las mujeres son fastuosas enmiendas a todo lo reglamentado. Es como si hubieran nacido para el estraperlo de sentimientos. Lo cual, por otra parte, me parece de una dignidad tremenda. Porque de otra manera no sería entendible. ¿No le parece, querida compañera?

VISITANTE III.– Agradezco sus palabras amoratadas, pero no entiendo el objetivo de las mismas.

VISITANTE I.– Lo que quiere decir nuestro amable contertulio es que, si usted suma un escarnio con una bragueta, le sale un crápula de mucho cuidado. En pocas palabras, esto es así, y, si no, que venga Dios y se tome unas cervezas con nosotros.

VISITANTE II.– No sé si he querido decir lo que usted ha dicho, pero tengo fe ciega en su responsabilidad para con los huérfanos de guerra, y eso me da una tranquilidad inmensamente proporcional a la languidez del anfitrión. Porque usted sabe que los anfitriones son tremendamente educados, pero insolventes. Lo que no viene por un lado viene por el otro.

VISITANTE III.– ¿Y a mí qué me va usted a decir, si soy artista hasta la glotis?

SECRETARIA.– ¿Cómo ha dicho? ¡Usted ha entrado aquí con la glotis!

VISITANTE III.– Pues sí, qué pasa.

SECRETARIA.– Pues pasa que con la glotis está terminantemente prohibido acceder a este recinto. Y digo más, no me queda otro remedio que ponerle el cuño del departamento en las nalgas, con el fin de que no vuelva a colarse en este estado. Lo siento, son las normas.

VISITANTE III.– Según la ordenanza tercera, esta vía es recurrible.

SECRETARIA.– (Levantándose con el cuño en la mano y dirigiéndose al Visitante III.) Yo de trenes sé muy poco. Así es que levántese la falda que le tengo que cuñar.

VISITANTE III.– (Levantándose la falda y mostrando el culo.) Esto me parece una ignominia petulante. Me quejaré al samaritano de la esquina. Y eso lo haré tan pronto como salga de esta estancia. (Como insultándola.) ¡Cancerbera!

(La Secretaria le pone el cuño y vuelve a su mesa.)

VISITANTE I.– (Dirigiéndose a la Secretaria.) Hablando de petunias ¿Cómo va lo nuestro? Francamente, estamos, y creo que hablo por todos, estamos, como digo, realmente inmaculados en nuestro proceso administrativo. No vemos la luz en este largo oprobio: porque esto es un oprobio para la gente de bien como nosotros. Sabemos que no es usted la zángana responsable de este laberinto, pero algo debe hacer, porque de lo contrario mis testículos pueden hacer aguas, y no es cuestión de que asistan a un parto que es cosa muy parcial y efímera.

SECRETARIA.– Reconozco que las cosas, aun pareciendo sencillas, se complican. Nosotros hacemos lo que podemos; en casos normales como los suyos, el tiempo de espera es de pocos minutos, pero, sin embargo, y gracias a nuestra profesionalidad, conseguimos, no sin grandes esfuerzos, que la tramitación se alargue unos días; no obstante, como ustedes valorarán, sin lugar a dudas, nuestro trabajo es tan sucedáneo que ni siquiera ustedes aprecian el resollar de los documentos, ni el laconismo de nuestros gestos laborales. Por tanto, y para que todos ustedes no pierdan la confianza en la administración, les puedo decir, que sus documentos ya han pasado el primer estadio.

VISITANTE II.– Puede usted decirme, amable señorita, ¿cuántos estadios componen la cadena por donde tienen que deambular nuestras peticiones?

SECRETARIA.– Cada una de ellas, porque la índole de sus peticiones son patrañas sustancialmente diferentes, recorre intrépidos caminos difíciles de explicar. Sin embargo, y con el ánimo de facilitarles la comprensión de mecanismos alejados sutilmente de su entendimiento, les diré que los estadios se componen, a su vez, de gabelas y que éstas, en ocasiones, se desglosan en mandangas o preludios.

VISITANTE I.– Pues mire, esto nos deja como más tranquilos.

VISITANTE II.– Si es que hablando se entiende la gente.

VISITANTE III.– Yo cuando oigo estas peroratas me santiguo y paso al crucigrama. (Pausa.) Por su condición de hombres son ustedes un poco zopos. Me temo que nos la ha metido doblada. Es como cuando te dan un opúsculo con sello de óbolo, o lo que es lo mismo, si te he visto no me acuerdo. ¿Me entienden, majaderos lampiños?

VISITANTE II.– ¡Mujer!, es usted una persona muy atrofiada por los carismas. Hay que darle confianza al descrédito; si no estaríamos siempre en el patíbulo de la orquídea, o en el jardín de los sinsabores.

VISITANTE I.– Y a mí que estas situaciones me ponen bizarro y relativamente sobrio…

VISITANTE II.– ¿No será usted un bebedor encuadernado? Porque a mí ese tipo de personas me succionan la urticaria.

VISITANTE I.– No, qué va, yo jamás he ido a misa. Bueno, quiero serle sincero, una vez, cuando era niño, me subieron a un catafalco y me pusieron un traje de sargento. Pero eso es lo más cercano que he estado de una misa.

VISITANTE III.– ¿Y de salud cómo andan?

VISITANTE II.– Pues mire, ahora que lo dice, yo hoy tengo el occipucio un poco vago, como si no lo sintiera.

VISITANTE I.– Pues eso va a ser seguramente una felonía o, lo que es peor, un prosélito ilustrado.

VISITANTE II.– ¡No me asuste, rediez!

VISITANTE III.– Pues yo no quiero poner más leña al féretro, pero mi marido murió de eso… y de otras cosas.

VISITANTE II.– ¿Ustedes creen que debo ir al cartógrafo de cabecera? Es que mi familia siempre ha sido muy débil ante las enfermedades y los estigmas. Mi padre murió de un estigma en la ingle.

VISITANTE I.– Yo testamentaría urgentemente.

VISITANTE III.– A lo mejor con una cataplasma bastarda se le cura. Mi abuela lo curaba todo con cataplasmas.

VISITANTE I.– El birrete cónico también ejerce soltura; no cura, pero es elegante.

VISITANTE II.– Quizás tenga las horas acostadas. Tal vez ni siquiera llegue a conseguir mis catarsis.

VISITANTE III.– Por eso no se preocupe. Este señor y yo las recogeremos, las incineraremos y las esparciremos con sus restos en un estercolero santo. ¿Desea algún epitafio en concreto?

VISITANTE II.– (Contento.) ¡Miren ya me encuentro mejor! Me noto como más ingrávido y perverso.

VISITANTE I.– Pues eso es señal inequívoca de que no hay que ponerle puertas al campo.

VISITANTE III.– Y tanto, y tanto. Yo una vez le puse una ventana a un frontispicio y no había manera de que encajara.

SECRETARIA.– ¡A ver, el número 1! Ya puede usted pasar al mingitorio.

VISITANTE I.– ¡Gracias, esplendida señora! (se levanta y se dirige al urinario.) No sabe cuánto se lo agradezco, porque estaba a punto de hacerme obispo. Como aquí todo va con retraso…
(Se acerca al urinario, saca una moneda y la coloca en la máquina, levanta las manos de espaldas al público; se oye una musiquilla de máquina, y un brazo sale de la ranura, le abre la bragueta, le saca el pene y comienza a orinar; se oye el chorrito.)

(Girando la cabeza a los otros dos Visitantes.) ¡La felicidad se mide por el detritus que sueltas! ¿No es así, compañeros?

VISITANTE III.– Es lastimoso ver estas escenas en blanco y negro. Y luego dicen que el pescado es caro.

VISITANTE II.– A este paso, yo igual no llego.

VISITANTE III.– (A Visitante II.)¿A usted le gusta la lluvia dorada?

VISITANTE II.– A mí lo que verdaderamente me gusta es la dorada a la espalda.

VISITANTE III.– Yo conocí a un negro que meaba tinta Pelikán.

VISITANTE II.– Hay algunos que nacen con suerte y otros con fórceps.

VISITANTE III.– Mi sofisma nació aburrido, pero a las pocas horas se hizo administrativo. Aunque cantar, canta poco.

VISITANTE II.– Eso debe ser cosa del epígrafe paterno. Las cualidades canoras son directamente proporcionales a los atributos matemáticos del padre.

VISITANTE I.– (El brazo le sacude el pene y termina de orinar. El brazo se retira y él vuelve a su sitio.) ¡Hay que ver lo bien que se siente uno cuando llora por debajo!

SÁTRAPA.– (Abre la puerta.) ¡Aquí huele mal!, pero que muy mal. (Cierra la puerta y desaparece.)

SECRETARIA.– ¡Me cago en di…ez! ¡Ya se me ha cagao el tío otra vez! (Se levanta y vuelve a coger unos pañales nuevos.) (Dirigiéndose al Ahorcado.) ¡¿Pero tú de qué vas?! ¡Vamos a ver! ¡Tú que ya eres mayorcito para tocar el laúd y montar en cortina! ¿Por qué coño no te aguantas hasta que acabe la obra? ¡Desgraciao inclusero! (Empieza a cambiarlo.)
(Silencio.)

El caso es que al final le tomas cariño. (Pausa.) Era magistrado ¿saben ustedes?, pero no ejercía. En realidad trabajaba de meretriz. Un poco putón sí que era; pero al mismo tiempo era cándido; lo que más le gustaba era ser trípode de funeraria. Aunque bien, bien, no lo hacía. Pero él estaba muy orgulloso de su oficio; hasta que un día tuvo que venir a sellar una caléndula mayor. Esa fue su perdición. Desde que estoy aquí no he visto a nadie que la consiga, pero él era terco como una guerra púnica. Y aquí lo tenemos. Haciéndonos compañía. (Termina de cambiarlo y vuelve a su sitio.)

VISITANTE I.– (Señalando al Ahorcado.) Yo tuve uno en casa. Lo tuve mucho tiempo. Cagar, cagar, me cagaba poco, pero comer… era peor que una lima aulladora. El dispendio mensual para ornamentar desgracias nos lo gastábamos en cajetillas de tabaco para soportarlo. En cambio era muy educado con las visitas y apenas se quejaba cuando los niños le rascaban los testículos con piedra pómez. La verdad es que era un encanto.

VISITANTE III.– Y ¿qué pasó con él?

VISITANTE I.– Un día nos lo llevamos a los toros y mi mujer lo regaló a la Cruz Roja.

VISITANTE III.– E hizo bien, qué caramba. Las mujeres tenemos mucho ojo para esto de los flagelos opcionales. Llevamos tanto tiempo sufriéndolo en nuestro propio tafanario que…

VISITANTE I.– (Interrumpiéndola.) Hablando de tafanario, tiene usted un culo de rompe y rasca.

VISITANTE II.– (Aireado, se levanta.) ¡No le tolero esas palabras a una dama! Al menos en mi presencia. Me voy a comprar avioncitos de papel y ahora vuelvo. (Sale por la puerta “PROSAPIA”.)

(Silencio.)

VISITANTE I.– Da la sensación de que mis palabras le han alterado un poco la génesis a este buen señor.

VISITANTE III.– No le haga caso. Es que su parte femenina se ha visto menospreciada.

VISITANTE I.– Tal vez debería haber adulado, al mismo tiempo, su culo. No sé, yo es que en esto de las lisonjas y los madrigales no estoy muy ducho, me oriento más bien por el olfato.

VISITANTE III.– Las estupideces nunca vienen solas, y los requiebros son sinónimo de promiscuos amancebamientos.

VISITANTE I.– Yo es que siempre he sido un estúpido consecuente. Siempre me han gustado los cumplidos indefinidos y los pertrechos militares.

VISITANTE III.– A mí lo que me gustan mucho son las baladas baladíes, son tan ñoñas e inútiles, que me quebrantan la moral en un santiamén.

VISITANTE I.– Se nota que viene de buena familia. Ese comentario tan sólo se lo he escuchado al padre de mi hijo, cuando le estaban lacerando en una fiesta de pamplinas y ortopédicos.

VISITANTE III.– Es que en esas fiestas de torrente y abolengo, es normal.

VISITANTE I.– No crea, no crea…

VISITANTE III.– Sí creo, sí creo.

VISITANTE I.– Pues crea, crea, que yo me lo creo.

VISITANTE III.– (Se pasea.) A mí cuando el tiempo pasa me pesan los años como si fueran hogazas de témporas.

SECRETARIA.– (Interviniendo en la conversación.) A mí me pasa lo mismo. Los muslos se me ponen como tortillas de termitas. Siento como un hormigueo en los glúteos que para qué les voy a contar.

VISITANTE I.– Pues cuente, cuente y no se haga la remilgada, que el tiempo cuando se viste de corista se nos atraganta.

SECRETARIA.– (Se levanta también.) El caso es que cuando maúllo, y esto lo hago con cierta asiduidad, las tarjetas de visita de mi jefe se vuelven hortalizas mecánicas. Es algo muy raro, aunque si lo piensas detenidamente, no es tan raro, es más bien rarísimo.

VISITANTE I.– Mujer, normal, normal no es, pero tampoco es para lanzar las campanas al mausoleo. Que aquí todos nos conocemos y sabemos que la cabra se tira al jefe.

VISITANTE III.– Eso es pura ignorancia, ustedes desconocen que el zángano sube al monte por la vereda más soluble. Y resbalar, resbalan, pero jamás caen definitivamente.

SECRETARIA.– En eso tiene usted razón. Sin embargo le recuerdo que un témpano no debe ser necesariamente afrodisíaco, al contrario, yo los he conocido como estultos e indolentes.

VISITANTE I.– A lo mejor es meterme donde no me llaman, pero creo que se están yendo por las branquias.

VISITANTE III.– La cuestión es si transitamos verbalmente o si verbalizamos los tránsitos. Porque, a semejanza de los corrillos aduaneros, yo no conozco padre ni madre.

SECRETARIA.– Pues no sabe lo que se pierde, ¡macizorra!

VISITANTE III.– Lo de zorra lo dirá por su madre y lo de maci por su padre, ¿no?

VISITANTE I.– Al que a buen polvo se arrima, buen matrimonio le cobija. ¡Hale! ¡Hale! Flequillos a la mar.

SECRETARIA.– Ruego que me disculpe, pero es que tengo un pronto muy retrasado, mentalmente hablando, claro.

VISITANTE III.– Mire, señorita, a mí lo que me preocupa realmente, es que mi prebenda salga con alcurnia.

VISITANTE I.– Mujer, esa preocupación la tenemos todos. Yo ya le he dicho a esta señorita (Señalando a la Secretaria.) que mis concordatos los quiero con sinopsis, o al menos operados de fimosis. Porque después vas a la guerra y matas muy poco, apenas nada. Y te insultan, te zahieren; en una palabra, el desprestigio es descomunal, y mi familia no me lo permitiría.

SECRETARIA.– No, si yo lo comprendo, pero en mi trabajo no está permitido hacer amistades. Y aunque no lo crean, yo deploro ser refractaria. A mí siempre me ha gustado ser obsidiana por el torso y galimatías por la vulva. ¿¡Qué quieren que les diga!? Soy así y no voy a cambiar ahora que tengo un frasco de sortilegios en la trastienda.

VISITANTE III.– El caso es que las tendencias son convergentes. Todos buscamos lo mismo. (Dirigiéndose al Visitante I.) Usted necesita una fábula flácida para seguir viviendo; (A la Secretaria.) usted un éxtasis de barlovento que le guíe en la vida; el que se ha marchado, un galeno confesor y yo un biberón blasfemo que me tape las noches de insomnio. Como ven todos somos un poco efervescentes en el optimismo, aunque un poco canijos en los gentilicios.

(Se abre la puerta de “PROSAPIA” y entra el Visitante II.)

VISITANTE II.– (Entra con tres cajas.) ¡Uf! Ahí fuera hace un tiempo de perros.

VISITANTE I.– ¿Y cómo es el tiempo de perros?

VISITANTE II.– Pues… no sé, tiempo de perros.

VISITANTE I.– Ya, pero entonces cómo es el tiempo de gatos, o el de palomas, o el de taxidermistas, o el de armarios. Es que, perdone que le diga, pero usted concreta muy poco.

VISITANTE III.– (Dirigiéndose al Visitante I.) No sé de qué se extraña, pero los hombres son por naturaleza poco concretos.

VISITANTE I.– Bueno, no todos, yo de pequeño era muy concreto, tan concreto que se me podían ver los detalles. Mis padres me enseñaron, incluso, a ser moralmente concreto. Ya de adolescente, tuve una abstracción que diluyó sobremanera mi concreción. Pero todavía mantengo cierta estabilidad en mis observaciones.

VISITANTE II.– ¡Vale! ¡Vale! Dejémonos de monsergas, que las monsergas, como ustedes ya saben, las carga el diablo. ¡Miren! Les he traído unos avioncitos para hacer la espera más agradable. Tomen, una caja para cada uno de ustedes.

(Les entrega las cajas, dentro hay avioncitos de papel.)

VISITANTE III.– ¿Y esto para qué sirve? Buen señor.

VISITANTE II.– En mis largas horas de espera en oficinas transversales como ésta, he aprendido que el aburrimiento y el escozor en las corvas, son culpables de malentendidos e, incluso, de violencias gratuitas entre esperadores. Hay que buscar ocupar el tiempo para no caer en espacios fatuos que nos lleven, indefectiblemente, a sonajeros inservibles.

VISITANTE I.– ¿Y qué nos propone?

VISITANTE II.– Pues bien, se trata únicamente de mantener el cuerpo ocupado y la mente como si fuera una reliquia almibarada. No sé si me entienden…

VISITANTE III.– Por mi parte le entiendo al pie de la letra. Tenga en cuenta que soy mujer y, por ende, neófita.

VISITANTE I.– Pues yo es la primera vez que conozco a una neófita tan bella. No será usted de cartón piedra, ¿verdad?

VISITANTE II.– Pero hombre, cómo puede usted pensar eso.

VISITANTE I.– Pues, no sé, tal vez por mi falta de concreción.

VISITANTE III.– No, si yo no me siento aludida, a lo mejor un tanto interfecta sí; pero tranquilos, estoy acostumbrada a que las depilaciones no me duelan.

VISITANTE II.– Bueno, bueno, nosotros a lo nuestro. Cojan sus cajas. (Se los lleva hacia la parte central del escenario, muy cerca del público.)

(Los sitúa uno junto al otro, él también se pone, mirando al público, serios y estirados, con las cajas entre las manos a la altura de la cintura.)

VISITANTE III.– ¿Y bien…? Usted dirá.

VISITANTE II.– Hablemos

VISITANTE I.– ¿De qué?

VISITANTE II.– Pues de lo que les pida el morral de su intelecto. De París, de las abejas sepultureras, de los bolsillos húmedos, de mengano, de zutano, de lo que quieran.

VISITANTE I.– A mí, singularmente, me apetece hablar de la nada.

VISITANTE III.– Ese tema lo veo con poco contenido.

VISITANTE II.– (Señalando el final del patio de butacas.) Ustedes miren el horizonte. ¿Ven? Allí a lo lejos parece que se ve un trozo de nada.

VISITANTE I.– Hombre… si usted lo dice…

VISITANTE II.– Den rienda suelta a sus sacramentos más ocultos y observarán que esta propuesta tiene tanta enjundia como la vida de un trapense. (Lanza el primer avión al público.)

VISITANTE III.– (Lanzando otro avión.) Yo creo que la nada es femenina y, a su vez, taimada; un poco abstrusa sí la veo.

(Van lanzando avioncitos mientras hablan.)

VISITANTE I.– Y yo que me la imagino con enaguas… No puedo imaginármela sin ellas. Aunque claro las enaguas comportan un algo y la nada es nada; pero esta incongruencia pueril me hace orondo por los cabellos.

VISITANTE II.– Eso me parece importante.

VISITANTE III.– La importancia se gesta en la matriz del olvido y, si nos olvidamos de las prebendas, de los concordatos y de las catarsis, perdemos ritmo y nos caemos.

VISITANTE I.– En eso tiene usted más razón que un santo.

(Siguen lanzando avioncitos.)

VISITANTE II.– ¿Los santos vivirán en la nada?

VISITANTE III.– Eso depende de la clase de santos que sean. Hay santos fosilizados que necesitan una apariencia. Y hay otros musicales, como santa Tecla, que habitan en el sonido, donde viven los asteriscos indígenas.

VISITANTE I.– Ahí ha estado usted muy acertada.

VISITANTE II.– ¿Ustedes creen que la nada tiene perímetro?

VISITANTE I.– A eso puedo contestarle con cierto conocimiento. Mi padre, que con Gloria esté, que es mi madre, es un estudioso de los perímetros, y le puedo decir que jamás ha tenido problemas en ubicar un contorno periférico en un espacio vacío. Ni un milímetro se le desvía el trabajo. Es conocido por su gran sapiencia en buñuelos medrosos y en ostras berberiscas.

(Siguen tirando avioncitos.)

VISITANTE III.– Yo creo que la nada es el prefacio del algo. Es… como si dijéramos el intento de ser. No sé muy bien cómo explicarlo, pero va por ahí.

VISITANTE II.– La cosa es mucho más compleja. En mi opinión, en el momento que nombramos la nada estamos haciendo que ya sea algo, sin embargo, si nadie la dice, incluso si nadie la piensa, seguirá siendo nada.

VISITANTE I.– Es decir, que la nada es aquello que no es pero tiene ciertas posibilidades de ser.

VISITANTE II.– Yo aún voy más lejos, la nada es aquello que jamás tendrá posibilidad de ser, por mucho que la nombremos o la pensemos.

VISITANTE I.– Es usted más profundo que un pozo místico.

VISITANTE III.– Francamente, hemos llegado a un punto en que la nada me la paso por el arco del triunfo. Yo me voy a mi sitio que mi prebenda debe estar al caer.

(Dejan de tirar avioncitos, abandonan todos el lugar y se sientan.)

VISITANTE II.– (Dirigiéndose a la Secretaria.) Señorita, ¿cómo va lo nuestro?

SECRETARIA.– Pues no va mal, aunque me temo que algunas peticiones están atoradas en el panteón del jefe. Pero no se preocupen, que esto ocurre con cierta frecuencia y nuestro servicio de limpieza ya está actuando.

VISITANTE I.– Yo ya me lo temía; esto es culpa de las catarsis de este señor (Señalando al Visitante II.). Como todos sabemos las catarsis están envueltas de angosto pelo y se enredan a dos por tres.

VISITANTE II.– ¡Oiga, que mis catarsis siempre han sido calvas! Precisamente son suaves como el almidón de metralla. Jamás se han enganchado en ningún sitio. Sepa que yo cuido diariamente a mis catarsis, expoliándolas de insectos, parábolas y simbiosis.

VISITANTE III.– (Se oye el lloro de un niño.) (el Visitante III levanta la tapadera del inodoro.) Es que el pobrecillo tiene hambre.

VISITANTE I.– ¿Y qué come la criatura?

VISITANTE III.– Conceptos, como es un sofisma… Aunque al ser tan pequeño se los tengo que triturar un poco. Si se los doy enteros, le dan flato, ¡y ya me dirá usted cómo son los argumentos que suelta! (Mueve el carrito un poco y el lloro cesa.)

VISITANTE II.– Yo, como no he tenido hijos, me compré una libélula suntuosa. Enorme. Tenía dos cabezas y un armario ropero. Era muy completa. (Resignándose.) Pero lo que pasa, un día te dejas la ventana abierta… y ¡zas! se te cuela un buitre atávico y se la zampa. Fue un gran disgusto para todos.

VISITANTE I.– Le acompaño a usted en el resentimiento.

VISITANTE II.– Nada, nada, no se preocupe. Si en verdad esto que les he contado es mentira. Yo jamás me hubiese comprado una libélula. Yo lo que sí me hubiese comprado es un almohadón libertino. ¡Esa ha sido la ilusión de mi vida! Pero… ya se sabe, el que no tiene posibles no tiene ancestros.

(De repente se abre la puerta de “PROSAPIA” y entra corriendo la Ninfómana, se sube a la bicicleta y se repite idénticamente la escena anterior por ella representada.)

NINFÓMANA.– (Pedalea primero despacio y a medida que va hablando lo va haciendo más rápido, hasta que cae en éxtasis cuando tiene el orgasmo.) ¡Amo el arte moderno-antiguo por encima de todas las cosas! (Sigue pedaleando, pero su trasero se mueve como si se estuviera masturbando con el sillín de la bicicleta.)
¡Viva Kandinsky!
(Los Visitantes y la Secretaria le lanzan pétalos de flores.)
¡Viva Tristan Tzara!
¡Viva John Cage!
(Ella va excitándose y pedaleando más rápido.)
¡Viva Duchamp!
(Los cuatro siguen tirándole pétalos.)
¡Viva Picabia!
(Está a punto de correrse.)
¡Viiiva Alfred Jarryyyy!
(Corriéndose.) ¡Viva la madre que me parió! ¡Aaaaahhhhh!
(Los cuatro, que han seguido tirándole pétalos, le insultan ferozmente.)

SECRETARIA Y LOS TRES VISITANTES.– (A coro.) ¡Cutícula! ¡Hedionda! ¡Natilla! ¡Postiza! ¡Lubricante! ¡Suicida!

(La Ninfómana huye corriendo por la puerta “PROSAPIA”.)

(Todos vuelven a su sitio y se sientan.)

VISITANTE I.– Hay que ver cómo está el mercado.

VISITANTE II.– Caliente, está realmente caliente.

VISITANTE III.– Yo no diría tanto, pero en fin, los hombres ya se sabe… Les pones una apología secundaria y te dan las tres de la mañana sin conocer varón.

VISANTE I.– ¡Igualita que mi madre! Es usted la fotocopia exacta de la fotocopia exacta de mi madre. Porque, para que usted lo sepa, mi madre era una fotocopia de cuerpo entero. En fin, como todas las mujeres.

VISITANTE III.– Yo creo que esto ya lo hemos dicho antes, no es por nada. Pero la repetición es signo de flaqueza, o incluso diría más, ¿alguno de ustedes utiliza los pies para tocar la flauta travesera?

VISITANTE I.– Yo puedo asegurarle que no. Yo con los pies sé hacer volutas de tocino y alcohol de sardina, nada más.

VISITANTE II.– Yo una vez señalé a un guardia con un pie. Pero tampoco lo tengo guardado como una gran hazaña; tal vez como un acto peculiar, pero en ningún momento he pensado que pudiera ser algo extraordinariamente ordinario.

VISITANTE III.– Pues con este tipo de excepcionales hechos se escribe la historia de la humanidad, y ustedes, señores míos, pueden estar haciendo historia y no son conscientes de ello. Pero no se preocupen, que yo estoy aquí para dar testimonio de todo lo que suceda.

SECRETARIA.– ¡A ver, el de la catarsis! Levántese.

VISITANTE II.– (Se levanta.) ¡Dígame! (Pone cara de preocupado.)

SECRETARIA.– Según su expediente, en el formulario ha puesto que es usted sátiro de profesión. ¿Es así?

VISITANTE II.– ¡Y a mucha honra, estimada señorita! Mi padre ya lo fue, y también mi abuelo; y también espero que el hijo que no tengo siga el mismo camino.

SECRETARIA.– Pues lo tenemos crudo, porque en el registro consta como que es usted trapecista de iglesia.

VISITANTE II.– Pero eso fue hace muchos años, cuando era casi un niño. Entonces me dieron dos opciones, o ser monaguillo o ser trapecista, y a mí, francamente, me pareció más rentable lo segundo. Sin embargo, luego pude establecerme por mi cuenta y puse una empresa de sátiros a domicilio.

SECRETARIA.– Ya, ya, pero las cosas no pintan bien con esta incongruencia en su expediente.

VISITANTE I.– (Dirigiéndose a Visitante III.) A éste me parece que le rechazan la petición.

VISITANTE III.– El rechazo es un logro al que pocos tenemos acceso. Lo realmente malo es que las peticiones queden congeladas o funestas. A mí lo que verdaderamente me molesta es cuando los resultados son inertes o ligeramente afrutados.

VISITANTE I.– Es verdad. En una ocasión, cuando yo era plebeyo, me congelaron una medalla de corcho porque la onomatopeya administrativa era polivalente…

VISITANTE II.– (Interrumpiendo.) ¡Hay que ver cómo rima la señora! (Pequeña pausa.) Hace unos versos invertidos magníficos, son propios de un bate trajeado o de un bardo marinero.

VISITANTE III.– A mí, en cambio, me recuerda a un novio que tuve durante una calentura ministerial, cuya prosopopeya era intangible pero masticable. Recitaba con flemas y picardías. Era un sol en estas cosas. Sin embargo jamás consiguió sus anhelos, que eran caducos y ligeramente domésticos.

VISITANTE I.– Como la espera se prevé larga, me parece que me voy a la guerra para matar el tiempo o lo que sea.

VISITANTE II.– ¡Igual le acompaño! Porque a mí los pertrechos militares me incitan a la gastronomía diurética; pues en esta vida, pecar se peca, pero modificar la estructura celestial… apenas nada. Es una situación que clama al cielo. (Pequeña pausa.) ¿No creen ustedes?

VISITANTE III.– (Enfadada.) Son ustedes un par de mantecados. Abandonan la trinchera administrativa por una codorniz parlanchina. ¡Aquí es donde están sus intereses! ¡Defiendan con el mismo fervor y ahínco sus catarsis y sus concordatos! ¡Peleles, que son un par de peleles!

VISITANTE I.– (En plan chulo.) ¡Oiga, a mí usted no me insulta así por la buenas!

VISITANTE II.– (Poniendo paz otra vez.) Vamos, vamos, no nos enrosquemos en nimiedades y hagamos calceta con nuestros esfuerzos. Seamos positivos y dejemos las obscenidades a un lado. No es momento de tañer la membrana de los escorzos que nos separan.

VISITANTE I.– No, si a mí lo que me duele es que me hurguen en el ojal del sentimiento. Por lo demás, me es totalmente indiferente lo que diga esta señora.

VISITANTE III.– Pues más le valdría hacer caso. Con su actitud, nunca conseguirá que sus concordatos salgan a flote.

SECRETARIA.– Me da la sensación de que están un poco intranquilos. Como si les faltara profesionalidad en esto de esperar. La espera, o la esperanza que es lo mismo, es la madre de todos los relojes.

VISITANTE I.– ¡Claro! Como usted es secretaria no sabe lo que es sincronizar el alfabeto de la espera con la partitura del objetivo. Y así es muy fácil vivir. Ya le quisiera ver yo en un yunque como el nuestro; donde cada golpe que recibimos nos agrieta la rótula del entendimiento y la tibia de la costumbre.

VISITANTE II.– Es más, yo añadiría ciertas matizaciones. (Pausa larga, todos esperan a las matizaciones.)

VISITANTE III.– Diga, diga, que nos tiene usted en pascuas.

VISITANTE II.– No sé, yo he dicho que añadiría ciertas matizaciones, y ya está.

VISITANTE I.– Bien, pero ¿cuáles son esa matizaciones? Porque de ellas, probablemente, dependa nuestro futuro.

VISITANTE II.– Pues yo pretendía decir que añadiendo matizaciones la receta queda como más redonda. Es como si al honrado arriero lo llevara usted de procesión sin ponerle peucos. Acabaría reventado, el pobre.

VISITANTE III.– En eso tiene razón el hombre.

VISITANTE I.– Ya, es que muchas veces nos obcecamos en las miserias y no nos damos cuenta de los improperios altruistas.

VISITANTE III.– Si es que de sinvergüenzas está el mundo lleno.

SECRETARIA.– ¡Huy!, yo tuve un día un esperador que era un sinvergüenza de mucho cuidado. Al menor descuido, se ponía el traje de Sátrapa y me daba órdenes generales.

VISITANTE II.– ¿Y usted qué hizo?

SECRETARIA.– Enrojecer. Primero el bochorno me subía por los apellidos hasta que la porfiria se apoderaba de mí y no tenía más remedio que morderle los tobillos hasta que sangraban. Esto debía de darle cierto placer, puesto que tan pronto terminábamos, repetía la operación para que yo insistiera.

VISITANTE III.– ¿Y qué hizo usted para deshacerse de ese desalmado?

SECRETARIA.– En efecto, usted lo ha dicho, era un ser que no tenía alma, era un genuino desalmado. Pero… qué quiere, me hizo gracia. Al final me dio pena y me lo llevé a casa. (Sonríe.) Hoy es el padre de mis hijos. Y es que, aun reconociendo que no está bien decirlo, los sinvergüenzas son tan encantadores…

VISITANTE I.– (Señalando a la Secretaria.) Yo creo que la costurera informática nos está tomando el pelo.

VISITANTE II.– Pues a mí me parece una historia tierna como un lóbulo infantil.

VISITANTE III.– ¡Dejen, dejen! A mí me huele a miasma azulado. Creo que intenta distraernos para que no obtengamos nuestros propósitos. Nos embelesa con sus cuentos y sus circunloquios, y nos olvidamos de lo nuestro.

SECRETARIA.– ¡Señora! Deje ya de relamerse el escarnio y dedíquese a esperar, que es lo suyo.

VISITANTE II.– Yo creo que debemos preguntarnos por qué los concordatos, las catarsis y las prebendas son tan escurridizos. Porque no me negarán ustedes que aunque el sol salga por Antequera, nosotros hemos venido aquí con ánimos gregarios. No estamos enfocando la cuestión como ella misma se merece. Es decir, yo no quiero hacer apología de la guerra, pero muy a mi pesar, creo que debemos ser más beligerantes, o incluso ser más convalecientes, hipócritamente hablando, claro.

VISITANTE I.– ¿Y, de qué sirve eso?

VISITANTE II.– Pues no sé, pero ¿a que me ha quedado muy bien?

VISITANTE I.– No, si yo valoro de forma astringente su formulación, pero creo que carece de base balsámica para lo que acontece. (Dirigiéndose al Visitante III.) ¿O no es así, querida compañera?

VISITANTE III.– En mi opinión nuestros asuntos están durmiendo el sueño de los justos, los injustos y los mediadores. No creo, en absoluto, que los preludios que estamos viviendo nos afecten de manera optativa. Sin embargo, quiero creer que no por mucho amanecer se madruga más temprano.

VISITANTE II.– Mujer, visto así, eso convence al más pintado.

VISITANTE I.– Ahora que habla usted de pintado, ¿no les parece que al ahorcado deberían afeitarlo? Está que da pena. Yo lo veo desnutrido. Da náuseas su olor cetrino.

SECRETARIA.– Pues mire, en este edificio, los demás ahorcados le tienen envidia de lo bien que lo cuidamos. ¡Y no me lo rebote, que se queda sin sus concordatos!

VISITANTE I.– No, no, nada más lejos de mi intención que sonsacarle las pelotas a usted. Por mi, como si se planta un geranio en sus vergüenzas. (Dirigiéndose a los otros dos Visitantes.) ¡Joder, con la tía ésta!

VISITANTE III.– Sí, sí, usted juegue con sus sentimientos y obtendremos un fiasco tan grande como el felpudo de un arzobispo. Que esta gente se las gasta como en un velatorio castrense.

VISITANTE II.– (Vencido.) Si yo no debería haber venido. Si soy un perdedor. Allá donde pongo el pie no vuelve a crecer la hierba.

VISITANTE I.– (Mirando a su alrededor.) ¡Anda!, pues tiene razón, aquí no hay hierba.

VISITANTE II.– (Sollozando.) Si ya se lo dije, no sirvo ni para plantar un huevo en una biblioteca.

VISITANTE III.– ¡Ve lo que ha hecho! (Compadeciendo al Visitante II.) Ya me lo ha desnudado empíricamente. ¿Ahora qué hacemos? ¿Lo tiramos al río o le damos un revolcón freático? Porque así no lo podemos dejar; en estas condiciones no podrá defender sus catarsis ante el Sátrapa.

VISITANTE I.– Pues mejor, más cancha para nosotros. Además, de cadáveres como éste está construido el podio de lo vencedores.

VISITANTE III.– Desde luego… ¡qué villano es usted! O sea, que lo dejaría fracasar con el fin de sacar adelante sus concordatos; concordatos que, por otra parte, seguramente serán ociosos y falsos, como los sollozos de este buen señor (Señalando al Visitante II.)

VISITANTE I.– Pero en qué quedamos, ¿está con él o está conmigo?

VISITANTE III.– Ni lo uno ni lo otro, estoy hasta las ubres de soportar a dos vestales con bigote.

VISITANTE I.– Pero si yo no tengo bigote.

VISITANTE III.– Pues lo disimula muy bien.

VISITANTE II.– ¡Callen, callen! O me harán decir cosas muy gordas y desagradables. (Pausa.) No tienen consideración con la aristocracia. ¡Yo soy conde y me siento… y me siento embadurnado y sucio por sus procaces y lenguaraces participaciones! ¡Mamarrachos!

VISITANTE I.– ¡Ha visto lo que nos ha dicho¡ (Dirigiéndose a la Secretaria muy serio.) Exijo formalmente que sea expulsado de la sala, porque lo cortés no quita lo de delante; y lo de delante va siempre al principio; y al principio siempre va lo de delante. Y nosotros, señorita, somos los de delante porque somos petulantes y ambivalentes, y este señor, además de conde, es impío por los codos, y eso no se puede tolerar en una oficina como ésta.

VISITANTE III.– Además nos ha mentido como si fuera un montepío. Hemos confiado en él desde el principio. (Señalando al Visitante II.) ¡Es un infiltrado! ¡Quiere nuestra desgracia y nuestra fortuna! ¡Es un ladrón de enjundias y cabriolas! ¡Expúlselo, señora mía, expúlselo!

SECRETARIA.– ¡Tranquilidad! Este señor no es un señor, es un mueble de la oficina, lo que ocurre es que habla; y mucho, desgraciadamente. Se empeña en ser esperador, pero en realidad es un mueble más. No le concedan más importancia que la que tiene, que es poca y esponjosa.

VISITANTE I.– ¿Y quién me dice a mí que usted no es un perchero hablante? ¿O que es un matasellos transeúnte? A ver si resulta que nuestros concordatos y prebendas están tomándose unas tapas en el bar de la esquina.

VISITANTE III.– ¡No juegue con nosotros, que no somos carne de frontón!

VISITANTE II.– Pero si yo lo que quería es hacer amigos…

VISITANTE I.– ¡Cállese, que los muebles no hablan! Además, no sabemos ni qué tipo de mueble es.

VISITANTE III.– Yo creo que es un sillón.

VISITANTE I.– ¡Qué va! Si está en los huesos. Debe de ser una sencilla silla de madera.

VISITANTE III.– Yo lo digo por las orejas de soplillo que tiene. A mí me parece un sillón orejudo.

VISITANTE I.– (Mirándolo bien.) No creo, apenas tiene tripa, y los sillones suelen ser tripones.

VISITANTE III.– En eso tiene razón, y además la tapicería que tiene es poco vistosa. Toda negra, parece una esquela incómoda.

VISITANTE I.– ¡Vaya, vaya, con el mueble! Éste si que nos la ha metido bien metida.

VISITANTE III.– Pues yo no he sentido nada. Debe tenerla muy pequeña.

VISITANTE I.– ¡Pero si es un mueble, señora mía! Usted siempre está dispuesta, ¿eh?

VISITANTE III.– ¡Oiga, que era un decir!

VISITANTE I.– Pues para decires está el tema. Nos tendremos que centrar en lo nuestro y obviar al mueble nobiliario éste que tenemos entre nosotros.

VISITANTE II.– (Acongojado.) Pero no sean así conmigo, si yo lo único que busco es amistad y reconocimiento. Llevo quince años de mueble, y me duelen las bisagras de tanto esperar.

VISITANTE I.– De tanto esperar ¿qué?

VISITANTE II.– Pues de esperar que algún visitante me respete, me utilice con responsabilidad y afecto. Todos los esperadores son unos cretinos. ¡Mire, mire! (Enseñándole el forro interior de una parte de la chaqueta.) Aquí tengo trece chicles pegados, y aquí (Enseñando el forro de la otra parte de la chaqueta.) veintidós colillas. ¡Son todos ustedes unos guarros! (Llora.)

VISITANTE III.– ¡Vamos, vamos! No me llore, que las mesitas auxiliares de oficina no lloran, lo que hacen normalmente es cojear. Porque usted es una mesita auxiliar, ¿verdad?

VISITANTE II.– ¡Qué más quisiera! Soy un paragüero.

VISITANTE I.– Pues para ser un paragüero es usted muy alto, ¡caramba!

VISITANTE II.– Es que me lo hago, en realidad soy muy bajito. (Compungido.) Soy una porquería de paragüero.

VISITANTE III.– (Consolándolo.) Pero los paragüeros son importantes. ¿Qué sería de una oficina sin paragüero? Se imagina usted una oficina decente sin usted mismo. Yo no me la imagino.

VISITANTE II.– Pues eso es lo que me hace falta, cariño y reconocimiento. (Se abraza al Visitante III.) No todos los visitantes son como usted, tan compresivos, tan buenos, tan… tan tetudos. (Tocándole los pechos.) Porque la verdad es que está usted maciza.

VISITANTE III.– (Separándolo.) Bien, bien, pero no se pase, que yo no respondo de mí misma.

VISITANTE I.– Bueno, bueno, pongamos orden. (Cogiendo al Visitante II por el brazo y llevándolo a un rincón de la sala.) Usted se queda en su sitio, a ejercer de paragüero y nosotros a lo nuestro, a conseguir los objetivos. (Le cuelga el paraguas en el brazo.) Bien, podemos continuar por nuestro fatuo camino.

VISITANTE III.– Y a mí que me da pena.

VISITANTE I.– Pero mujer, cómo le puede dar pena un mueble.

VISITANTE III.– Es que habla tan bien. Además, cuando me abrazaba he notado que tenía una pequeña erección.

VISITANTE I.– Sería un relieve. Un adorno.

VISITANTE III.– ¡Pues tiene un señor adorno!

SECRETARIA.– (Dirigiéndose a todos.) En mi ordenador aparece que sus peticiones están a punto de reventar. No soportan la presión del proceso administrativo. Me duele mucho decírselo, pero están al borde del infarto.

VISITANTE I.– ¡Qué me dice! ¡Dios santo!, tanto esfuerzo y quedarnos tirados por el camino.

VISITANTE III.– Pues yo no me muevo de aquí sin mi prebenda.

SECRETARIA.– Yo no se lo aconsejo. Recuerde a ése (Señalando al Ahorcado.)

VISITANTE III.– Me da lo mismo. Yo muero con las bragas puestas.

VISITANTE I.– ¡Y yo también!

VISITANTE III.– ¿Usted también lleva bragas?

VISITANTE I.– ¡Sí señora! Y también llevo fideos en los sobacos y un tatuaje en un huevo. ¡¿Qué pasa?!

VISITANTE III.– Pues pasa que debe de ser usted un circo cuando esté en pelotas.

VISITANTE I.– (Haciéndose el interesante.) Es que soy espontáneo y literalmente auténtico. Mi cuerpo encierra los más variados excesos y los más incontrolables placeres. Soy un explosivo sexual.

SECRETARIA.– ¿No será usted un sinvergüenza? Porque, de ser así, me lo llevo a mi casa.

VISITANTE III.– ¡Señorita! Usted trabaje, que es lo suyo, y deje a este señor en paz conmigo misma. ¿Entendido?

VISITANTE I.– Nuestra situación es insoportable. Estamos a un paso de conseguir lo nuestro y por culpa de los inocentes y cardiacos documentos, vamos a irnos con el rabo entre las piernas.

VISITANTE III.– ¿Qué más quisiera yo?

VISITANTE I.– Mujer, era una metáfora.

VISITANTE III.– Ya quisiera yo tener, para mí sola, una metáfora como la del paragüero.

VISITANTE II.– (Desde su rincón.) Pues nada, me voy con usted, que aquí a penas me utilizan. Dentro de nada, como esto siga así, me voy al paro, o sea al guardamuebles.

VISITANTE I.– ¡Usted se calla! ¡Golfo, más que golfo! En la vida he visto un paragüero más desvergonzado.

SECRETARIA.– (Dirigiéndose al Visitante III.) No le haga caso, eso se lo dice a todas. Ya le he visto cortejar demasiado tiempo y sé que va de farol. Al final se arruga y se queda en su rincón llorando.

VISITANTE III.– Pero bueno, por fin, ¿cómo está lo nuestro; adelanta, está parado o ha fenecido por estulticia?

SECRETARIA.– Si quieren que les diga la verdad, no tengo ni idea, porque yo también soy un mueble. Yo, en verdad, en verdad, soy un archivador de cartón. Me utilizan para guardar los expedientes inservibles, como los suyos.

VISITANTE I.– (Desesperado.) Me lo imaginaba. ¡Hostia! Esto no podía acabar de otra manera. (Pausa.) ¿Y ahora qué hacemos?

VISITANTE III.– Pues no sé, estoy completamente descolocada.

VISITANTE I.– ¡Ah! ¿Pero que usted se coloca?

VISITANTE III.– Hombre, yo siempre suelo estar colocada… en mi sitio. Cada vez en uno, pero en esta ocasión, francamente, no sé dónde colocarme.

VISITANTE I.– Claro, aunque si usted fuera un mueble yo la colocaría en mi salita de estar. Es la parte más cálida de mi casa, y además no tiene corrientes ni humedades. Es muy, pero que muy confortable.

VISITANTE III. Ya, pero no soy un mueble. Yo en realidad soy… soy… un caballo.

VISITANTE I.- (Sorprendido.) ¡¿No me diga?!

VISITANTE III.– ¡Sí le digo!

VISITANTE I.– Pues no lo aparenta. Parece más una gaceta deportiva con esos balones (Señalando los pechos.) ¿Y qué hace un caballo en esta oficina?

VISITANTE III.– Pues pastar y retozar. En este tipo de oficinas abunda la hierba administrativa, que es muy nutritiva y rica en fibra, además el ambiente es lozano y dicharachero, con lo que el tiempo se te pasa volando.

VISITANTE I.– Es usted un baúl de sorpresas.

VISITANTE III.– No, no, un baúl no, le he dicho que soy un caballo, es más, y por si no lo ha advertido, soy un caballo lampiño, de poco pelo y mucho pecho.

VISITANTE I.– No, si yo lo decía por lo de la quimera y el azafrán.

VISITANTE III.– Mire, ahí me ha cogido desprevenida.

VISITANTE I.– A mí es que de vez en cuando, me gusta sorprender.

VISITANTE III.– (Como si le diera un vahído.) Creo que me voy a desmayar.

VISITANTE I.– Pues ¡Hala! ¡Hala! Váyase al desmayo y déjeme sólo entre tanto mueble y tanto caballo.

VISITANTE III.– Pues sí que lo siento, buen hombre.

VISITANTE I.– Pues no lo sienta. Si esto me pasa todas semanas que vengo a esta oficina. Si ya debería estar acostumbrado, pero siempre tiene uno la esperanza de que sea la última. En ocasiones, creo que lo voy a conseguir, que lo tengo al alcance de mi hermano, pero siempre se me escapa por falta de algún fluido o de algún pequeño detalle.

VISITANTE III.– Sí, es verdad, esta conversación, calcadita, calcadita, la tuvimos la semana pasada. En los primeros encuentros que tuvimos me pareció usted un imbécil desnutrido, pero conforme va pasando el tiempo, me doy cuenta de que es más bien un estúpido folclórico, uno de esos que pone la administración para dar color al ambiente.

VISITANTE I.– No, no señora… señora caballo. En todo caso soy un imbécil engreído y vanidoso que piensa que todos los caminos conducen a la horma de su zapato, y que los días irrepetibles existen, y que los madroños toman la comunión juntos, y que las secuelas se cuelan en las escuelas y nadie se da cuenta. En fin, que la carótida francesa siempre me engaña; y yo, torpe de mí, sigo creyendo que el pan y la lascivia son la misma cosa.

VISITANTE III.– Pues nada, a vagar por esas oficinas de Dios, y a ver si nos vemos en alguna sala de espera y nos tomamos unas copas.
VISITANTE I.– (Se dirige a la puerta “PROSAPIA”, parándose a saludar.) Señoras, caballero, ha sido un placer conocerles. Si no les importa vendré la semana próxima para ver si hay más suerte.

SECRETARIA, VISITANTE I y VISITANTE III.– ¡Adiós!, y muchas gracias por el rato tan agradable que nos ha hecho pasar. ¡Aaaayyy! (Suspirando los tres.) ¡Son tan infelices los pobres!

(El Visitante I desaparece por la puerta.)

TELÓN

POEMAS ASPEROS

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1992